Episodio VII: Tic-Tac, Tic-Tac

Episodio VII: Tic-Tac, Tic-Tac

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Una estación de tren siempre es una posibilidad: la promesa de una partida, el anhelo de una llegada. Y de todas las estaciones de tren que visité en mi vida recuerdo especialmente una: la de Cheshire, en el medio de la campiña inglesa. Como hago siempre que necesito matar el tiempo, llevé para leer una novela que transcurriera en ese lugar, o cerca, y allí nació Lewis Carroll así que la lectura era obvia. Me acuerdo de estar sentado en el andén esperando el tren que me llevaría a Londres y de sentir una custodia ominosa sobre mi cabeza. “¡Afirmaría que nunca has hablado con el Tiempo!”, leo que dice el Sombrerero, un invitado a la merienda delirante de Alicia en el país de las maravillas: “Él no soporta que lo marquen. Ahora, si estuvieras en buenos términos con él, haría lo que quisieras con la hora. Por ejemplo, imagina que son las nueve de la mañana, justo el momento de empezar la clase. Sólo tendrías que insinuarle algo al oído, ¡y allá girarían las agujas, en un abrir y cerrar de ojos, una y media, hora de almorzar!”. La discreta pero persistente vigilancia que sentía sobre mi cabeza era la del gran reloj de la estación. Dotado de una precisión británica, estaba amurado a una columna para que pudiera verse de atrás y de adelante: una orden para los que partían y un consuelo para los que llegaban. El tiempo ofrece todo su espectáculo en una estación de tren. Pasa rapidísimo para el que llega tarde, se hace eterno para el que en la espera desespera. Junto a ese tic-tac que martillea sobre mi cabeza pienso que no hay nada más engañoso que el tiempo: como un día especialmente maravilloso de verano, pasa lento pero se va rápido. Cuando vuelva a Buenos Aires voy a comprar un reloj dual, de esos que se amuran a la pared para ver la hora de ambos lados y convertir mi living en una rémora de esta estación, y se va a sumar al Retroclock que vigila los horarios de mi estudio y al Roboclock que me despierta cada mañana. El tiempo es una fuerza de gravedad y, aunque digan que pasa tan rápido como un tren bala, la espera ahora se me hace eterna pero no desespero: el gran reloj me acompaña y su tic-tac va al mismo ritmo que el mío.

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